jueves, 22 de agosto de 2013

Falsos mitos de las mamás cuarentañeras (II): ¡Que se te pasa el arroz!

Absolutamente falso. A mi se me pasa el arroz desde los 19. Y no digo antes porque no tuve la necesidad de cocinar para subsistir hasta que me fui a vivir a un piso de estudiantes.  Que si no, digo yo que a los 7 ya se me hubiese pasado. Pero es que según Miparejo, mis dotes culinarias no son muy pá'lla que digamos...

¿Ah, que no es este el arroz del que hablamos?  ¿Que hablamos de óvulos?... ¡Qué manía con no llamar a las cosas por su nombre!

Pues no señores, que los óvulos tampaco se pasan, ¡que T-A-M-P-O-C-O son uvas, coñez! Que lo que dicen los científicos es que cuanto más mayores nos hacemos, cada vez quedan menos óvulos en los ovarios y que su calidad disminuye con la edad. Vale, que la cosa no está para echar cohetes cuando tienes 40... ¡Pero es que tampoco lo está cuando tienes 30! Que lo que dicen los estudios es que la edad óptima para quedar embarazada es a los 20. Aquí lo explican muy requetebién.

Sabiendo eso:
a) ¿Qué porcentaje de mujeres van a cambiar sus planes y decidirán ser madres a los veintipocos para no ser un arroz pasado?
b) Si una gran mayoría de mujeres decidimos ser madres a partir de la treintena, es decir, cuando ya -científicamente hablando- nuestro arroz está más que pasao, repasao, ¿no podemos ser un poco más respetuosos lingüísticamente hablando? ¿Por qué a partir de los 40 tenemos que hablar de arroz pasado -o de madres añosas si queremos dárnoslas de cultos e intentar ofender un poco menos- ? ¿Por qué la sociedad tiene esa tendencia de poner presión y miedo en el cuerpo a las mujeres? ¿Por qué despreciarlas por que se hacen mayores? ¿Por qué no analizar por qué las mujeres deciden -o no les queda otra- que ser madres pasados los treinta y tantos? ¿Por qué, eh?

Es que me dan unas ganas de cantar:
Yoooooo soy añosa porque el mundo me ha hecho asíiiiiiii.....

sábado, 17 de agosto de 2013

Vigoréxica.

No, yo no. Desafortunadamente. Es la Cacahuete.

Había leído que los seis meses son un hito, una frontera entre el bebé totalmente dependiente y pasivo y el bebé explorador. Pero la realidad supera la ficción, es decir, a los libros. Desde que Cacahuete cumplió seis meses, su culo pañalero no para quieto ni un segundo. Y nosotros vamos de ídem para que no se descalabre las fontanelas, deje calvo al gato o lacte unas zapatillas.

Hace unas tres semanas empezó a gatear, así, en serio. No eso de levanto un poco el culo y me caigo de cabeza o me arrastro como una culebrilla para sacar el polvo del parquet... No, no, que va: gatear y sentarse de verdad, como una exploradora de seis meses que se precie. Y ahí empezó todo. Al principio sus excursiones se limitaban a algunas incursiones desde su rincón, a mi lado de la cama, hasta los pies, donde Ende, intentaba mantener a salvo -sin éxito, sea dicho de paso- su bastión y su dignidad gatuna. Luego, los afanes exploradores también se ampliaron al salón. De la noche a la mañana abandonó el Leka Circus, la socorrida mantita de juegos de Ikea buena, bonita, barata y que Cacahuete adoraba como si fuese tierra sagrada, para dedicarse a nuevos e interesantes menesteres como,  por ejemplo, invasión de la alfombra rascador de los gatos o caza de chanclas de progenitor. (Como más de uno podrá imaginarse, a mamá, que se pasa el día hirviendo mordedores y lavando peluches, le hace mucha ilusión encontrar a su cacahuete pegando lametones a la suela de unas chanclas que han hecho más kilómetros por la ciudad que un corredor de maratones).

Pero hace unos días que Cacahuete y yo ya no estamos en casa. Hemos dejado al papá de la criatura y a los dos gatines para que se apañen con las reformas del baño –somos unas personajas– y hemos ocupado, así por las buenas y porque se ha dejado ocupar, la casa de mi madre. ¡Y no veas tú la que hemos liado!

Lo primero, la cama. Yo que a la Cacahuete me la veía venir, arrastré la cama donde dormimos, una cama de esas antiguas macizas, contra la pared y aseguré el perímetro con almohadas y cojines.  La primera noche, bien, la peque no salió  de la zona segura. Pero la segunda... Fue tumbarla en la cama y empezar a gatear y trepar, gatear y trepar, gatear y trepar... (Empeño y constancia hasta límites insospechados). Hasta que al final cruzó la frontera de cojines. Mi madre observaba orgullosa a la peque, que había estallado en carcajadas de pura felicidad por haber conseguido batir este nuevo reto, y yo -aunque por dentro orgullosísima del nuevo hito de mi retoño- que me las miraba en plan ¿y ahora cómo me lo monto para que esta no se descalabre? Solución: colchón en el suelo. y almohadones alrededor. Y aquí estamos, en el dormitorio reconvertido a campamento indio. Sólo os diré, para que os hagáis una idea, que para entrar en la habitación tenemos que entrar por el balcón.

Lo segundo, la invasión del salón. Aparta la silla que viene la trona.  Bien. ¿Y dónde metemos el Leka Circus? ¿Y la caja con los doscientos mil peluches que ponemos en la mantita para que la niña se entretenga? Como el salón de mi madre es bastante más chiquitín que el nuestro, tuvimos que arrinconar la mesita de centro contra el sofá, cubrirla con una colcha para que la niña no se hiciera daño con el cristal y asegurarla con un muro de cojines. (Esto me lleva a pensar que jamás hubiese imaginado que mi madre tuviese semejante arsenal -inacabable- de cojines en casa pero, por suerte, los tiene). Al lado, pegado a la mesa y presidiendo la zona de estar, el Leka Circus. Misión conseguida. O no, porque ayer la niña trepó por uno de los cojines y quería ponerse de pie ayudándose de la mesa... de cristal. Esta mañana tendremos que pensar otra distribución más segura de los muebles. Así no hay manera de aburrirse.

Y esto me lleva al final del post pensando que quizá debería cambiarle el título por "Redecora tu vida", como decía aquella campaña publicitaria -de Ikea, como el Leka Circus. Pese a los percances y a los daños colaterales de los que no he hablado - como, por ejemplo, los tirones de pelo y las patadas que me llevo cuando Cacahuete trepa por mi barriga para llegar a algún sitio más lejos, más rápido, más fuerte,  no voy a ocultar que se me cae la baba con mi pequeña plusmarquista.