A
una mamá no se la descubre ni por las ojeras, ni por la capacidad de preparar la comida, poner una lavadora, atender una
conversación telefónica, barrer la casa y escribir mentalmente la lista de la
compra, todo a la vez, por supuesto... Y un microsegundo después dejarlo todo a medias y correr rauda y veloz al primer sollozo de su retoño. No, lo que delata a una mamá es que, en comparación con cualquier otro
ser humano, la cantidad de babas que puede producir por segundo aumenta
exponencialmente hasta el infinito y más allà.
Ahora que la Cacahuete ya ha cumplido ocho meses y no para de aprender a hacer cosas nuevas cada día, esta capacidad adquirida es, si cabe, aún más exacerbada. Veréis, el domingo celebré era mi cumple; cuarenta y
uno y olé -¿para que voy a irme con chiquitas–uy-que-yo-mi-edad-no-la-digo-que-voy-a-parecer-un-papiro-clásico
si el título del blog es bastante explícito?- Fue la primera vez que Cacahuete y yo soplamos
velas juntas. (Bueno, yo soplé la vela mientras intentaba que ella no metiera
la zarpa en el pastel). Cacahuete “estrenaba” un vestidito de rayas que había
sido usado la última vez 40 años atrás por su mamá, o sea yo. (No hace falta que diga que cuando miré la foto en la que luzco el vestidito y luego miré a mi hija, en vez de babas me cayeron un par de lagrimillas)...
Pero a lo que iba: a las babas. Últimamente lo inundo todo; que mi niña se pone como un indio apache al robar un trocito del pastel de cumpleaños: babas, que mi niña aprende a hacer pedorretas en mi barriga: babas, que mi niña se queda de pie un par de segundos antes de caerse de culo: babas, que mi niña dice: ma-ma-ma-ma aunque sea al vecino del tercero: babas. Y la última, en la que no babeé sino que me derramé a mi misma ya que toda yo era una baba: cuando ayer por primera vez me dio la cucharilla con la que estaba jugando y se puso a reír.
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